miércoles, 31 de agosto de 2016

La Batalla de los Campos Rojos.



1 de junio del año 115, calendario 2. Era solar
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Ese día despertamos con la noticia de que nuestro General había estado en una plática, posiblemente de negociación con el comandante enemigo, eso nos levantó la moral, pues teníamos la esperanza de que se podría evitar el posible derramamiento de sangre que estaba por llegar, sin embargo, cuando supimos que sólo fue para ajustar viejas cuentas, entendimos que ambos iban a luchar con todo lo que tenían, y desgraciadamente, el ejército enemigo era superior en número, y aun cuando nuestra experiencia en combate no era necesariamente pésima, ellos habían estado en pie de guerra varias veces contra nuestras tropas, curtiéndose a la par del acero y la pólvora, esto sumado a la terquedad de sus generales que solían ser estrategas excelsos a quienes jamás aceptan que se les contradijera en nada de lo que decían o las órdenes que tomaban, así pues, cuando el grito del capitán Abraham Gil nos despertó, tan temprano que las estrellas aun pintaban en el cielo, muchos lo hicimos con una gran desesperanza en nuestros corazones, dudando de que hacíamos ahí y haciéndonos tener un sentido nunca antes sentido sobre la vida en sí, pero, ¿qué puedo decir ahora? La ropa que llevo puesta tiene el escudo de armas de la familia De la Cruz, apellido tan noble y lleno de historia que cualquiera hubiese matado por llevarlo, pero ahora, moriré por hacerlo. ¿Y qué he de hacer si mi lealtad está jurada y mi espada templada para matar por mi rey? ¡Oh, Dios mío! He aquí, cuando la desesperanza y la desilusión inundan la mente humana que hemos de pedir tu clemencia y misericordia por encima de todo aquello que podamos lamentar. Estamos condenados, y de la miseria que pisamos hoy, tan lejos de nuestro hogar al haber invadido otro, pero tan cerca del reino de Dios, pues en la muerte hemos de dar cuentas a nuestro único creador y Padre, sin embargo, para hacerlo, se debe morir dignamente, y si peleando por mi reino, mi rey, mi familia y causa, que la muerte me reclame como intermediaria para ver a mi Señor Padre, quien me esperaba en gracia de toda su magnificencia para hacerme declarar por aquello que hice mal, por quienes obré mal y sobre todo, por qué no me opuse a la voluntad de un tirano idiota que sólo busca tierra para agrandar su riqueza familiar, a quien no le importa matar de hambre a su pueblo mientras las tropas estén bien alimentadas, he de ahí el éxito de su campaña: el soldado come, la familia del soldado come. Quien no tiene opciones, se une al ejército, quien las tiene, ya no está aquí. La vida sólo se hizo una odiosa ilusión que todos deseamos acabe pronto, pero como dice aquel hombre a quien respeto y admiro, pues ha perdido tanto como nosotros y en fe a dicho sufrimiento, evita que perdamos lo último que nos queda, «Llevarse a tantos como puedan, y regresen a casa cubiertos de sangre y gloria, pues en la gloria llevada encontraran el regocijo de tener a sus familias a un lado, y es mejor que tener esa dicha ustedes a que la lleve un soldado enemigo. Mancharse las manos de sangre ajena no es malo, que un ajeno se manche con sangre suya, sí lo es.» Dichas palabras alentaban a más de uno, incluyéndome, pero a otros los hacía vomitar y repudiar la guerra, deseando jamás haber nacido hombres, súbitos del reino de la cruz o no haber nacido.
Cuando llegó medio día, las piezas de ajedrez ya estaban puestas sobre el tablero y la suerte echada; el principio del fin se acercaba, sin embargo nadie quería aceptarlo. Estábamos preparados para morir, o eso se nos hizo creer, y de decir, con la disculpa de mi Rey, que en aquel momento lo maldije y blasfemé contra Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, maldije a la vida misma, a mi familia, a mis amigos, a la Santa Iglesia pero sobre a todos, maldije a nuestro General Amadeus, que al frente de todos nosotros, y con la frente en alto, empapada por el húmedo calor que nos agobiaba siquiera antes de entrar a pelear, blandió su espada a lo alto, declamando las palabras que nos alentaron a seguir, que hicieron que mis blasfemias se perdieran en el viento y recuperara la compostura: « Hoy, hermanos míos, hombres y mujeres de valor y virtud, hemos de demostrar el coraje que nos rige, la determinación de nuestras almas, la fe en nuestro credo y la lealtad hacía nuestro Rey, y si no lo hacen por su Rey, háganlo por su Tierra, por su patria y país, y si no han de hacerlo por aquello que los acogió y dio la oportunidad de vivir, háganlo por sus parejas, hijos, hijas, hermanos, padre y madre, sabiendo que cuando regresen de esta batalla, porque hemos de regresar, estarán ahí, esperándoles con los brazos abiertos, con lágrimas en los ojos, que se iluminaran de tanta alegría y dicha que incluso ustedes, en ese momento, han de olvidar todo lo aquí vivido, pues nada más les importara que tener el calor de un hogar, ¡Pero no podremos tenerlo si dejamos la vida aquí sin cumplir nuestra misión! Todos aquellos que mueran esta tarde, noche o mañana, quienes dejen su vida y alma en este campo, sabrán que jamán han de morir, pues su valía y coraje quedará inmortalizado para siempre en el corazón de aquellos a quienes amaron y les aman, pues el único hombre que muere, es aquel a quien dejan de recordar. Esta tarde, probaran el filo del acero De la Cruz, sentirán el fervor de nuestra fe y coraje, pero sobre todo, entenderán que no actuamos por peticiones de un rey encaprichado con el poder, sino por el deseo de llevar algo mejor a nuestros hogares, y si he de llenarme las manos y pies de ampollas, de sangre las vestiduras y heridas el cuerpo, que así sea, pues jamás hemos de rendirnos, sin importar nada.» Aun cuando mi mente se nublaba del odio y la ira, esas palabras me provocaron tanto bienestar como si me hubieran provocado algún tipo de trance. Amadeus siempre se caracterizó por saber usar las palabras al igual que su espada, pues muchos decían que podía causar tanto daño con frases como el que hacía al empuñar su arma. Así pues, cuando sus palabras finalizaron, resonaron en todo el campo, montado en su majestuoso caballo negro como la noche, con su uniforme igualmente negro, basado en unas botas, cota de malla cubierta por una pechera con la heráldica de la Casa de la Cruz, una cruz de plata que ocupaba todo el alto, separando a dos leones dorados que peleaban con la zarpa en alto, simétricos, dos ríos detrás de ellos atravesando el escudo en forma apuntado, soportado por dos armaduras de oro, su corona en cimera, recubierto de guirnaldas y olivos, denotando la frase «La lealtad os liberará», una espada y lanza con el estandarte cuya bandera era la misma, dio la espalda a sus tropas, levantó la espada y la bajó, sonando tras de sí un cuerno de guerra que llamó al combate, lanzando en picado la primer tropa de un millar de caballos, siendo apoyados desde atrás por 5000 flechas que se elevaron tan alto en el aire que parecían una enorme nube tapando el sol. Y como si de dos fuerzas imparables tratase, la General María de la Soledad, lanzó un ataque de aproximadamente 3000 soldados armados con picas y lanzas, quienes se quedaron inertes, esperando a la estampida que se aproximaba, y como si el sonido del mundo se hubiera apagado, y la esperanza de ganar esta guerra se extinguiera, dejé de oír lo que sucedía. Y sin tiempo de pensar nuevamente en que hacía ahí, escuché como el Coronel Lorenzo Beltrones nos ordenaba, a otros 1000 soldados, seguirlo, para que cumplir con las órdenes de nuestro general. Y regresando al mundo real, escuchaba como las flechas lanzadas caían, clavándose en el pecho de nuestros enemigos quienes caían muertos, el ruido de los caballos caer abatidos por las picas que atravesaban su cuerpo, el choque de los escudos de madera y lámina contra el acero de las espadas, y el grito de dolor de hombres y mujeres quienes dejaban ahí su vida, por alguno de ambos reyes. Seguí a mis compañeros, a través del campo de flores rojas, característica que le valió el nombre de Campos Rojos al lugar donde combatíamos, pero que en unas horas, tendría todo el derecho a portar tal adjetivo. Nos pusimos en posición, una donde, lamentablemente para mí, podíamos ver todo el combate con punta de combate, y lo que mis ojos vieron no sé si me llenó de regocijo o terror; aunque había al menos una centena de caballos muertos, muchos no llevaban la Cruz. Los caballeros y damas de combate que portaban el escudo de nuestros reyes, avanzaba ferozmente sobre las tropas defensoras, quienes trataban de detenerles, sin mucho éxito, como si nuestro ejército estuviera poseído por algún tipo de fuerza maligna o demonio, mataban sin piedad alguna. El General Amadeus estaba al otro extremo del campo, observando todo, ordenando a los tres grupos que se habían quedado con él, que siguieran disparando flechas, las cuales, muchas caían del lado enemigo gracias a los arcos largos que llevábamos. Era como observar una de esas viejas pinturas que reflejaban la toma de alguna ciudad o la batalla de algún punto importante de la historia, pero ahora éramos nosotros la pintura, siendo nuestra pelea. Un estrepitoso ruido se escuchó delante de nosotros, y vimos como un grupo de montados se acercaba a toda velocidad. Nos clavamos con la lanza apuntando hacía al caballo y pica al jinete. Era difícil mantener ambos, pero con los años de guerra habíamos obtenido experiencia al hacerlo, y esperamos a que por su velocidad y a la distancia, les fuera imposible parar. Cuando eso pasó, nos abalanzamos rápidamente con las espadas en mano, y escudo en la otra, lanzando estocadas y espadazos a diestra y siniestra, clavando en el pecho del enemigo, en el cuello o donde pudiéramos dar. El calor nos tenía rendidos y el excesivo desgaste físico, combinado a una pésima noche de sueño llena de sofocos, mosquitos y gente quejándose, no ayudó en nada. Cada uno de nosotros debía matar a tres enemigos para salir victoriosos. Logramos asesinar a unos cuantos jinetes, pero muchos tenían la seguridad que hasta ahí habríamos de llegar. Estaban perdiendo la fe de batalla y la garra de combate, cuando el cuerno sonó otra vez, no indicando retirada o el final de la batalla, pues apenas llevaba media de hora de comenzada, sino que logré ver como los tres bastiones que guarecían a nuestro general salían disparados con él comandando. Y como si hubiéramos visto a Dios regresar a la tierra para ayudar a mortales en sus problemas, tuvimos fuerzas nuevamente de luchar. Y el combate se prolongó al menos una hora, hasta que por fin, con poco más de doscientos muertos en nuestro bando, más de la mitad en el bando contrario y tres centenares de prisioneros, el Coronel Lorenzo nos hizo saber una cosa que el General les indicó «Si toman prisioneros, acaben con la mitad de estos, el resto, dejen a 50 tropas al cuidado si son más de 100 y 20 si son menos. Al finalizar, si vencemos, les daremos posibilidad de muerte o servicio, sin embargo no quiero barbaridades de ningún tipo, sólo limítense a matarlos.» Y así, sin ningún tipo de reparo, matamos ciento cincuenta hombres y mujeres, dejamos a los 50 a cargo y el resto regresamos a la batalla. Las órdenes eran claras; ataquen desde la retaguardia, hagan una emboscada, toquen su propio cuerno, si responden dos o más, prosigan, si no lo hace, vayan directo al centro a ayudarnos a avanzar. Cuando apenas íbamos a hacer sonar nuestro cuerno, dos sonaron al mismo tiempo, uno tercero se escuchó a lo lejos y uno cuarto aún más retirado. Nosotros fuimos el quinto, y nos lanzamos hacía el costado oeste de por dónde estaban los enemigos, y vimos como un grupo llegaba del noroeste, otro del este y noreste y uno último del norte. Éramos 5 batallones emboscando y encerrando a un ejército entero, quienes al verse rodeados, no optaron por otra opción que ir al centro y apoyar la defensa desde todos los puntos posibles. Nuestras cargas siguieron su curso. Las flechas enemigas llovían sobre nosotros, matando a quienes tuvieron la mala suerte de estar en su trayectoria, pero no pudieron pararnos, y seguimos adelante, hasta llegar al punto donde todos los enemigos seguían luchando, con el completo desconcierto en sus ojos y sabiendo que habían sido derrotados, pero su orgullo les impedía reconocerlo y siguieron blandiendo la espada. Enfrente a todos estaba el General María de la Soledad Torres de Vizconde, completamente empapada en sudor y sangre, con una mirada fiera que ordenaba siguieran luchando. Por su parte, el General Amadeus de Arreguín Sheran estaba completamente bañado en sangre desde sus ropas hasta su cara, cojeaba y parecía 20 años mayor. Otra vez, un cuerno rompió en estallido atronador, pero no en convocatoria de guerra, sino esta vez lo hizo a dos tiempos y unos minutos después, todos quienes llevaban prisioneros salieron de entre la tenue oscuridad que comenzaba a caer, tan profunda pues el cielo no mostraba luna. Poco a poco, las antorchas comenzaron a ser nuestra única fuente de luz, y nuestro guía en el sendero. Cuando todos llegaron, lanzaron a los prisioneros al centro de los suyos, quienes aún blandían las espadas, recibiéndolos con bastante alivio. Arreguín caminó hacía el frente, donde estaba María. Se paró frente de ella y la observó. «Te lo dije hace muchos años, que no podrías ganar. Te lo dije y te lo volveré a repetir; fuiste sólo un peón en este juego de reyes y reinas. Somos sólo carne de cañón, pero hasta entre nosotros hay clases. »Y clavó su espada en el vientre de la líder enemiga, quien se desplomó en el suelo. Ninguno de sus subordinados hizo nada al ver morir a su general. Amadeus, quitó la espada del vientre y la clavó al suelo.
Muchos años después, el viejo Amadeus me reveló uno de sus más grandes secretos; se había enamorado perdidamente de aquella General a quien mató en el campo aquella noche de junio. —Cada año—según me dijo. —El primero de junio, llevo flores, girasoles y tulipanes, hasta donde la espada está clavada, reposando por toda la eternidad, como un monumento a la guerra y al deseo de poder. Pero para mí, es un monumento al amor, a lo que uno está dispuestos a hacer por él, y a lo que uno hace cuando no lo siente más habitando en su ser. —

lunes, 29 de agosto de 2016

Carta de un eterno.



Una noche, mientras cansado y furioso trataba de comprobar que la creación de la piedra filosofal era cierta, noté como un frío penumbral invadía la habitación, apagando las velas que me daban luz entre la oscuridad y alejaba los malos pensamientos de mi mente. El sueño me invadió y mis ideas se nublaron.
— ¿María, eres tú? — Resonó mi voz en la vacía habitación y mis recuerdos se hicieron visibles. ¡Oh aquellos lejanos días donde lo único que me importaba era estar cerca de ella! Y me vi, joven y con vitalidad, sin saber que el conocimiento milenario me esperaba más allá de cualquier cosa en la vida. Sin embargo recordé que ella no estaba, no estuvo y no estaría jamás. La había perdido hace años, cuando preferí encontrar todo aquello que ya se había conocido que estaba perdido en la gran herencia que la alquimia nos dejaba. Una ráfaga de aire helado me regresó a la lucidez. Un silbido agudo y lejano me hizo clavar la vista en la oscuridad, como si eso lograra hacerme saber que había más allá.
— ¡Muéstrate, manifestación impura e infiel! —Grité, pero nada me contestó. «Es lógico» pensé «la oscuridad tiene sonidos, no voz. Es imposible que alguien más esté aquí.» siempre he estado solo, acompañado de mis libros.
Y el silbido regresó, llenando mi mente y retumbando en mis oídos. Inconfundible, como si de una serpiente fuese. Infernal y con duelo, volvió a sonar. Estaba tan seguro que mi mente no estaba creando falsas ilusiones.
— ¡Muéstrate, si tienes cuerpo, amina si tienes piernas y habla, si tienes lengua! —Imploré, pero nada se hizo ver, pero como si hubiera invocado al aire, este volvió, llenó de helado sentir los aposentos y se fue.
—Cuan triste es tu vida, que recuerdas a tu primer amor, a quien dejaste tirada y cambiaste por los pergaminos, pluma y tintero. —Dijo una penetrante y aguda voz, que hablaba entre silbidos, refugiada en la oscuridad.
— ¿Cómo osas insultar a un hombre dentro de su hogar, maldito pagano?
—Me llamas pagano a mí, cuando eres tú quien ha invertido toda su vida desafiando la ley de Dios, queriendo ser inmortal.
—Mi audacia es el conocimiento y el saber, a Dios he de declarar al morir, pero, ¿y si logro descubrir cómo lograr que la audiencia jamás llegué aun cuando el tribunal crea que ya me citó?
—Entonces sueñas con lo que miles han soñado antes, con el anhelo más grande del hombre, aún mayor que el de volar, la inmortalidad. Y piensas que es posible, realmente lo crees, por eso preferiste el conocer al amor. Y ahora te he de complacer. Puedo ayudarte a saber y terminar tu trabajo de una vez, pues la mente me ha llamado y libre me has de hacer, y en agradecimiento un deseo os cumpliré, pero de pensarlo bien quedas encargado, pues lo que fácil viene, fácil te devora. Podrás tener todo lo que quieras, riqueza poseer, o el amor de una mujer, todo, tú lo podrás tener, ahora dime, ¿qué me vas a pedir? —Susurró el silbido, sin embargo su voz parecía estar dentro de mí. Mi corazón latió rápido y mi respiración irregular fue. Nada se sentía real, pero yo sabía que lo era. Llevaba años separando la realidad de lo imaginario.
—Nada de lo que me ofrezcas bueno será, pues he de condenarme al infierno por vivir con lo antinatural.
—Te diré un pequeño secreto; Dios no vive, el murió. Yo lo acabé y es por eso que estoy aquí. Desde el momento que el pereció, yo reiné, pero estaba condenado a estar ahí hasta que alguien me pidiera. Desde el momento que me vaya, todo será diferente para todos. Tienes una mente prodigiosa, adelantada a 1000 años de tu época, ¿dejarás esta oportunidad sólo por tener temor a lo desconocido?
—Necesito tiempo de pensamiento.
— ¡Necesitas determinación, que te falta y no te puedo ayudar! Pero el tiempo te lo puede dar. —Susurró, silbido infernal era seductor y mi voluntad quebró.
—Si he de tomar la palabra, me condenaré por lo que siempre soñé.
— ¿Dinero, conocimiento más allá del límite humano, el amor de quien dejaste ir? No estás limitado, pues ni la muerte se resiste a mí. —Su voz, maldita e infernal se burlaba en mi cara, a cada momento, de cada segundo en cada minuto que había pasado, y sin darme paz, metiendo en mi mente el bello rostro de María, mi soledad, sin pensar claro.
—Quiero…— ¿Qué estuve a punto de decir? No me puedo dejar llevar. —Ser eterno. —Mi lengua habló sin que yo lo ordenara.
— ¿Ser eterno, estás seguro? Pues la eternidad no es lo mismo que la inmortalidad. El inmortal jamás muere, pero jamás trasciende. El eterno tampoco morirá nunca, pero a este se le puede acabar, sin embargo trascenderá en todo lo que se proponga. Pero a costo de jamás volver a descansar; dormirás pero despertarás tan cansado como al ir a la cama. La comida a tierra te sabrá, y aunque no la necesites hambre siempre tendrás. No tendrás derecho a una familia o amigos, pues mientras el tiempo para ti sólo sea una idea, para ellos su perdición será, y verlos morir tu destino será, quedando solo por el resto de tus días, ¿aun así lo quieres?
—No lo quiero, lo deseo. —Reafirmé, esta vez a plena conciencia de palabra.
—Entonces que así sea. —Esta vez el silbido fue grave y un relámpago cayó y desperté. «Un sueño, y nada más.» traté de calmarme. El sol comenzaba a salir y como todas las mañanas fui con mi vaca, pero esta chilló al verme. No pude acercarme a ella, pues el sol me quemó. Tenía hambre y sed, pero todo lo que comí o bebí me hizo vomitar. Regresé a casa y me acosté. Apenas cerré los ojos, los abrí y todo era oscuridad. Sentí el cansancio, pero no la fatiga. Volví con mi animal, quien se lesionó mientras chillaba. Tenía sangre seca pegada a la piel y mis ojos de fuego los sentí, y un hambre atroz recorrió mi alma. Jamás, después de un milenio y medio me sentí culpable ni volví a ser el mismo. Y aquella voz, nunca me volvió a hablar, pero no me importa, pues he crecido y trascendido. Soy el rey de mi imperio, me han escrito historias, me volví inmortal. Y lamento que así sea, pero he descubierto, amada mía, que de verdad me gusta matar.

viernes, 26 de agosto de 2016

El último vals.

Hace ya miles de lunas atrás, cuando la tierra era aún tan primitiva que los problemas eran arreglados con la ley del acero y el plomo, en aquellos tiempos donde los hombres y caballos parecían ser uno solo como si de bestias profanas se tratasen y la fuerza del más grande imperaba ante todos, pero esta debía doblegarse ante la de una persona nacida en cuna de oro, existió una pequeña historia, que muchos aun cuentan, pero que otros ignoran por completo. Sin embargo, como en todo, dicha historia abarca otras pequeñas dentro de ella, sobre todo personales, pues si bien, el relato de la victoria del ejercito del Rey Nicolás IV sobre las hordas de Octavio XIV en los Campos Rojos, fue una proeza completa y realmente los soldados y generales se enfrentaron en bizarro combate, que dejaría aturdido incluso al más valiente de los hombres, sólo habla de hazañas militares, de números, estadísticas y por qué uno ganó sobre el otro, sin embargo jamás profundiza en los asuntos de verdadera importancia, pues todos los hombres que murieron en aquella sangrienta batalla sólo pasaron a ser un nombre en las rocas afuera del Palacio Real de cada uno de los monarcas y un número en los libros de historia, dos de los más destacados, no sólo por acciones, sino por importancia, fueron el General Amadeus de Arreguin Sheran, que lideró uno de los bastiones del ejército, conformado por diez mil soldados, entre montados y a pie portando el estandarte de su Majestad Nicolás IV, quien combatió directamente contra su antagonista, la General María de la Soledad Torres de Vizconde, una mujer que había logrado ganarse su puesto en la armada a pulso y dedicación, demostrando disciplina, carácter, fortaleza, inteligencia y una mente maestra como estratega, logrando ganar cientos de batallas para su Rey. Y si bien, sus derrotas eran contadas, todas habían sido a manos del General Amadeus, por eso, cuando el 1 de junio del año 115 del calendario 2 de la era solar, la batalla de los Campos Rojos se libró, ambos lados tenían sus expectativas. Pues Arreguin sólo comandaba un pilar de una decena de millar de soldados, mientras Torres llevaba la batuta en todo el ejército enemigo. Sin embargo, como se mencionó al inició del relato, esta historia, dentro de los libros de Historia, fue trascendental, pues mantuvo cierto aire misterioso durante los años posteriores al conflicto, incluso hoy en día, muchos historiadores que se han basado en todos los medios de investigación tecnológicos que la gloriosa era de la luna les ha traído, no pueden ponerse de acuerdo en que fue lo que sucedió aquel día y porque las crónicas militares son tan confusas con esos detalles, sin embargo aunque siempre se puede dudar de la veracidad de la historia basándose sólo en los escritos y memorias de unos cuantos viejos soldados y generales, que cansados y golpeados por la edad y pobreza, tratan de ganar unos cuantos reales para sobrevivir, se han basado en los diarios personales de dichos generales, en los de los amigos y demás personas que convivieron de cerca con ellos para poder explicar cuál fue el detalle en todo el asunto. Al menos así se explica en las clases de historia y de ética, cuando se usa el ejemplo de estas dos personas para querer exponer un punto bueno y uno malo. Pero la mente humana es más compleja que eso, como ya se demostró y más cuando está no solo en juego tu vida, sino la de miles de personas que se guían por el estruendo de tu voz y el mover de la espada, quienes a su vez defienden decenas de miles de vidas, que están a la expectativa de todo lo que sufres afuera con tal de defenderlos, y no sólo heridas físicas, pues muchos soldados quedaron irremediablemente perturbados y sin una sola pizca de cordura, pues dicha guerra rebajó al sentido humano en todo lo posible, viendo tales aberraciones que como dirían, jamás se esperó ver, que en su tiempo fueron tan atroces que no extraña que hayan quedado locos, pero que hoy, lamentablemente son sólo migajas de lo que está por suceder.
Diario de José Bocanegra.
30 de mayo de 115. Calendario 2 de la era solar.
Cada vez estamos más cerca de la hora del juicio final. “Oh! Vosotros que entráis, abandonad toda esperanza” fueron las palabras de la entrada al Infierno, según Dante, sin embargo deberían ser las que estén grabadas en las puertas de cualquier base militar de reclutamiento, pues es lo que hemos perdido. Muchos hemos perdido ya la fe de regresar vivos a nuestro hogar, lo cual es una violación directa a la ley impuesta por el general Arreguin, quien en un intento desesperado, ha dicho que es lo último que hay que abandonar, que mientras sea él quien lleve el pulso de la batalla, nadie ha de morir, al menos ninguno de los diez mil que lo acompañamos, y eso espero. Tenemos aquí a una gran cantidad de caballos y de rifles, que de ser asesinados o caer en manos del enemigo, nos harían gran daño, y no es que dude de la capacidad de nuestro comandante, pero sí de la inferioridad numérica en la que nos encontramos. Él dice que los números no ganan batallas, sino la inteligencia en que esos sean usados, lamentablemente a cada día que pasa nos sentimos más inseguros de eso. Si bien, nuestro ejército se ha dividido en 10 bastiones de las mismas fuerzas cada uno, el enemigo dos supera en doble o triple. Hoy lo comprobamos. Hicimos tareas de reconocimiento en el campo enemigo para ver sus debilidades y fue cuando nos dimos cuenta que están mejor organizados que nosotros. Aunque están entrenando, se dan tiempo de descanso. Pero eso no habría de preocupar si no tuvieran experiencia, pero han peleado en varias batallas más, contra soldados nuestros; nos echamos la soga al cuello con esa estúpida política de expansión imperial. De cierta manera somos nosotros quienes iniciamos la guerra, los malos si así se nos quiere considerar y muchos no estuvimos de acuerdo, pero tuvimos que por lealtad a su majestad Nicolás IV, el monarca más estúpido que hemos tenido. En los años que la vida me ha dado para surcar el mundo y servir a mi reino, he visto a 3 monarcas entrar en la silla, todos murieron a temprana edad, sólo 5 años después de haber aceptado la corona, pero en aquel periodo corto de tiempo la paz y bonanza se mantuvo, jamás tuvimos que ir a la guerra, pero cuando el buen Nicolás Cuarto, hijo de Antonio I llegó al poder, todo cambió; recortó presupuestos para aumentar la fuerza militar y cuando menos se esperaba, por medio de estas mismas colinas, atacó al reino de Octavio XIV que era el más rico de toda la región, lo cual, sin duda, fue recibido como una declaración directa de guerra. Durante los dos primeros años nos salió a la perfección; avanzando sin encontrar resistencia real, tomando los poblados hasta la capital, pero cuando creíamos que Ciudad de la Victoria, capital del Reino de las Praderas ya era nuestra, una lluvia de fuego nos cayó como castigo divino y sin más tuvimos que retroceder, hasta llegar nuevamente a donde empezamos, pero en mayor desventaja, con una armada rota y reducida, a más de 100 kilómetros del mar, donde nuestros barcos puedan ayudarnos y con un general cuyo corazón fue destrozado y que en lo único que busca es la venganza, muchos consideran que estamos condenados. Pero debemos ser optimistas, aun cuando todo nos diga que es imposible; nuestro general jamás ha perdido una batalla contra Torres, lo cual nos da a muchos esperanza, sin embargo, tampoco es como que Arreguin se lleve a la perfección con los demás comandantes de tropas, así que por ese lado estamos separados. Sólo espero Dios se apiade de nuestra alma, de nuestro ejército y causa.
La siguiente información se obtuvo de los diarios del Generales Arreguin y de la General Torres. La siguiente información será dividia en secciones que se publicaran continuamente. Todo aquello que pertenezca a los diarios de Arreguin será publicada en letras negritas y los de Torres en cursiva para lograr entender mejor el sentido. Se pide a lector hacerlo con mente abierta, pues mucho de lo aquí expuesto cambiaría la forma de ver ambas hazañas.
Hoy vi nuevamente a Amadeus; estaba completamente cambiado. No se parecía en nada al hombre que conocí hace años. Como me hubiera gustado haber registrado en aquellos días el cómo era, sin embargo puedo hacer una breve descripción aquí: Cuando conocí a quien ahora llaman Coronel Amadeus Arreguin Sheran, era un hombre bastante divertido, relajado, bastante ocurrente y siempre me hacía reír, no importa que tan mala fuera la situación, podía sacarle algo gracioso, lo cual hizo que me enamorara perdidamente de él, pero todo cambió cuando ingresó en el ejército de su país. Anteriormente, ambas naciones compartían sin ningún problema. Las fronteras del Puerto Fortuna y de Los Campos Rojos, lugar donde nos conocimos, eran una ruta ya común entre ambos reinos. Podías vivir en un lugar y trabajar en otro, pues sólo una brecha de 10 kilómetros divide de manera acuática las fronteras. Yo iba como todos los días el Puerto Fortuna, en el Reino de la Cruz a comprar diversos materiales que se ocupaban para la granja de mis padres, cuando lo vi; estaba ahí, sentado, fumando de su pipa, como si nada en el mundo le importara, sólo una vieja liberta y su pluma. Me interesó tanto ver esa actitud relaja en medio de tanto bullicio que fui a preguntarle si no tenía nada que hacer más que estar de ocioso «Oh, no, señorita. No es ocio lo que hago yo, se llama trabajo, ¿sabe o ha escuchado de los poetas? Somos aquellas personas que estamos día a día tratando de reflejar la belleza del mundo, un mundo que está infestado de podredumbre, de bajeza humana vil y ruin, que no sirve de más que acabar con nuestros sueños e ilusiones. Ese es mi trabajo, y por eso estoy sentado aquí; viendo la belleza de los mares, en medio de un ambiente tan tenso como lo es aquí, lleno de esperanzas rotas y unas nacientes, pero donde no todo se pinta tan malo, pues aunque ahí están, invisibles y sólo para evitar problemas, las fronteras no existen. Eso, mi estimada damisela que importuna con sus preguntas tontas, es un poema a la vida, al amor y a la igualdad de seres.» Sus palabras fueron tan inesperadas, tan fantásticas, que me di vuelta con indignación, deseo de abofetearlo por ser tan atrevido, pero enamorada, pues jamás había conocido a quien viera la vida de tal forma, ni siquiera yo.
Hoy conocí a una chica un tanto extraña; es fea, eso no lo negaré, e irrumpió en mis pensamientos mientras trabajaba en el poema que Su Majestad Antonio I me ha encargado, sin embargo tuvo algo que me intrigó, ¿qué fue aquello que me ha causado revuelo en mi ser? Me pregunto desde que caminé del puerto hacía mi casa. La oscuridad me ha azotado nuevamente y la soledad ha invadido mi ser una vez más, pero su recuerdo me ha de bastar para poder sentirme dichoso una vez más al saber que mañana ella estará. No lo digo, lo sé, pero tengo el presentimiento que ha de volver, pues si su corazón dio mil vuelcos como el mío y si no trató de escapar luego de mi visión de vida, ella estará nuevamente en mi corazón, pues esperará que le muestre más de mi mundo; un mundo que no es gris, sino a color, uno donde aún podemos soñar y ser libres, donde el Rey es tan justo que nadie pasa hambre o frío, donde la vaca del vecino abastece de leche a toda la comunidad y jamás se sufre por algo más, y aunque digan que es tonto dicha idea, yo creo en ella fielmente, pues sé que es posible. La historia ya nos enseñó que mal ejecutada puede llevar a la perdición, pero nuestra mente ha triunfado y hemos dejado los rencores en el pasado. Nada ha de detenernos ahora y menos cuando nuestros se cruzaron. Mañana volveré, aun cuando el poema fue terminado y entregado, sólo espero verla una vez más.
Hoy lo volví a ver. Sabía que si regresaba, a la misma hora, al mismo lugar, ahí estaría. Es algo extraordinario que esté ahí, después de irme sin siquiera decir una palabra, aunque tampoco me alegraré del todo, pues tal vez sólo hace su trabajo, si a eso se le puede llamar así. Sin embargo el también me vio, y esta vez fue el quien me habló. Me preguntó mi nombre y yo el suyo, me enseñó su poesía, y yo le mostré la mía; el trabajo duro y la disciplina. Me preguntó que si era militar o algo parecido, pero le dije que sólo era una granjera y que no tenía intención alguna de entrar al ejército. Pero no me creyó. Se enojó y se fue. Me pregunto si nos volveremos a ver.
La noche del 31 era fría, oscura pues no había luna y la desolación se respiraba en el ambiente. Los soldados cansados y ya con poco entusiasmo reinaban por todos lados, sentados alrededor de sus fogatas, charlando desanimadamente y comiendo lo poco que se les permitía y con el poco calor que les llegaba. Por el sendero que conducía al este se comenzó a escuchar la hierba moverse y las hojas y ramas rompiendo a cada pisada de quien llegaba, una figura encapuchada. Y desde el camino que llegaba al oeste, las pisadas de una segunda figura se fusionaron con el primer cántico de la noche creado por sus dos directores, abriendo la ópera nocturna de guerra. Cuando los dos estuvieron frente uno del otro, el que venia del oeste, bajó su capucha dejo ver a un hombre de no más de 30 años, perfectamente rasurado y de labios y nariz fina. Su cabello parejo y ligeramente despeinado por el largo adquirido, lo hacían ver con mayor porte del que ya transmitía. La segunda persona igual dejo verse y tras la sombra de la capucha, iluminado solo hasta donde la vista lo permitía, una mujer de aproximadamente 35 años, de piel blanca y pálida, con bellos cabellos negros cayendo por su rostro la hacían ver como alguien que sabía lo que hacía o haría. —Eres más bella de lo que recordaba y eso que solo llevo un mes sin verte. —Dijo el hombre, viéndola y extendiendo su mano. —Tú no has cambiado nada, sigues igual; cada marca en la cara sigue ahí. El cabello con el mismo estilo y tu sonrisa, tan única. —Le miró ella, tomando su mano y acariciando su pecho con la otra hasta aterrizar en la empuñadura de la espada de Amadeus. El deslizó la suya por su pecho igual, alargando los dedos y posando la mano en el arma de ella: cada uno dio 5 pasos hacia atrás, sacando las espadas uno del otro, se dieron la espalda y en acto repentino ella soltó una estocada la cual fue detenida, quedando ambos de frente, viéndose a los ojos. —Siempre fuiste lo que esperé, más feo y con menos gracia pero lo fuiste. Te esperé mucho tiempo. —Habló María, quien continuó el combate usando técnicas simples, sólo para hacer sonar el acero. — ¿Y qué me dices tú? Te esperé por años, jamás te mentí y cuando regresé ya estabas con alguien más solo por conveniencia. Si no fuera por él, ahorita no estaríamos aquí. —Contestó Amadeus, reprochando a ella el pasado, mientras manos y pies danzaban entre un duelo de espadas. —Tú no eres precisamente lo mejor para mí y aun serías ese mediocre poeta de no ser por la ira que te inundó cuando decidí que no sería contigo con quien me casaría. —Y tú solo supiste destruir y no solo a mí, también a él con tus ambiciones dañinas y tu falso amor. — ¿Falso amor? Jamás entenderás lo que es amor aunque te lo pusieran encima. —Dijo ella, con una lágrima saliendo de su ojo, deteniendo un golpe de espada y contraatacando con otro. —Eres quien está fingiendo pues es todo lo que sabes hacer. Te amaba, María, pero ahora no eres más que el enemigo, el peor que hay, pues es aquel por quien materia pero no puedo matar, eres el contendiente que amo. — ¡Estás mal, Amadeus! Jamás entendiste que lo nuestro solo fue algo pasajero y ya, porque así tú lo quisiste. Yo habría dado por ti pero decidiste entrar al ejército del asesino de Nicolás. Me abandonaste y olvidé como amar hasta que el me rescató. —Yo jamás te abandoné, nunca lo habría hecho, ¿pues cómo hacerlo siendo tú? No lo entendiste jamás. Me gustas tanto por ser tú; esos ojos donde encuentro mi delirio y la voz cálida que me hace encontrar la cordura que me quitas. Tu bello cabello, cual caminos interminables de diferentes lugares que me hacen recorrer uno a uno para llegar hasta tu rostro o espalda, según sea el caso y la dirección adecuada. Me gusta tu piel pálida que me hace recordar cómo alguien muerto en vida puede sentir o hacerle creer a un loco enamorado, a un soñador, que así es. —Dijo con la voz quebrada, deteniendo otra estocada y con un movimiento de mano quitó la espada a María, haciendo que cayera al suelo. —Pero debo entender que ya mas no será y que ahora es cuando mayor efecto causa el corazón, por esa razón te cité aquí, solo quería un último vals contigo. Ahora ya todo ha concluido, pues mañana veremos quién es el mejor. — Y sin decir más y aun con la espada de ella, caminó mejor donde había llegado y regresó por sus pasos.