1 de junio del año 115, calendario 2. Era solar
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Ese día despertamos con la noticia de que nuestro
General había estado en una plática, posiblemente de negociación con el
comandante enemigo, eso nos levantó la moral, pues teníamos la esperanza de que
se podría evitar el posible derramamiento de sangre que estaba por llegar, sin
embargo, cuando supimos que sólo fue para ajustar viejas cuentas, entendimos
que ambos iban a luchar con todo lo que tenían, y desgraciadamente, el ejército
enemigo era superior en número, y aun cuando nuestra experiencia en combate no
era necesariamente pésima, ellos habían estado en pie de guerra varias veces
contra nuestras tropas, curtiéndose a la par del acero y la pólvora, esto
sumado a la terquedad de sus generales que solían ser estrategas excelsos a
quienes jamás aceptan que se les contradijera en nada de lo que decían o las
órdenes que tomaban, así pues, cuando el grito del capitán Abraham Gil nos
despertó, tan temprano que las estrellas aun pintaban en el cielo, muchos lo
hicimos con una gran desesperanza en nuestros corazones, dudando de que
hacíamos ahí y haciéndonos tener un sentido nunca antes sentido sobre la vida
en sí, pero, ¿qué puedo decir ahora? La ropa que llevo puesta tiene el escudo
de armas de la familia De la Cruz, apellido tan noble y lleno de historia que
cualquiera hubiese matado por llevarlo, pero ahora, moriré por hacerlo. ¿Y qué
he de hacer si mi lealtad está jurada y mi espada templada para matar por mi
rey? ¡Oh, Dios mío! He aquí, cuando la desesperanza y la desilusión inundan la
mente humana que hemos de pedir tu clemencia y misericordia por encima de todo
aquello que podamos lamentar. Estamos condenados, y de la miseria que pisamos
hoy, tan lejos de nuestro hogar al haber invadido otro, pero tan cerca del
reino de Dios, pues en la muerte hemos de dar cuentas a nuestro único creador y
Padre, sin embargo, para hacerlo, se debe morir dignamente, y si peleando por
mi reino, mi rey, mi familia y causa, que la muerte me reclame como
intermediaria para ver a mi Señor Padre, quien me esperaba en gracia de toda su
magnificencia para hacerme declarar por aquello que hice mal, por quienes obré
mal y sobre todo, por qué no me opuse a la voluntad de un tirano idiota que
sólo busca tierra para agrandar su riqueza familiar, a quien no le importa
matar de hambre a su pueblo mientras las tropas estén bien alimentadas, he de
ahí el éxito de su campaña: el soldado come, la familia del soldado come. Quien
no tiene opciones, se une al ejército, quien las tiene, ya no está aquí. La
vida sólo se hizo una odiosa ilusión que todos deseamos acabe pronto, pero como
dice aquel hombre a quien respeto y admiro, pues ha perdido tanto como nosotros
y en fe a dicho sufrimiento, evita que perdamos lo último que nos queda,
«Llevarse a tantos como puedan, y regresen a casa cubiertos de sangre y gloria,
pues en la gloria llevada encontraran el regocijo de tener a sus familias a un
lado, y es mejor que tener esa dicha ustedes a que la lleve un soldado enemigo.
Mancharse las manos de sangre ajena no es malo, que un ajeno se manche con
sangre suya, sí lo es.» Dichas palabras alentaban a más de uno, incluyéndome,
pero a otros los hacía vomitar y repudiar la guerra, deseando jamás haber
nacido hombres, súbitos del reino de la cruz o no haber nacido.
Cuando llegó medio día, las piezas de ajedrez ya
estaban puestas sobre el tablero y la suerte echada; el principio del fin se
acercaba, sin embargo nadie quería aceptarlo. Estábamos preparados para morir,
o eso se nos hizo creer, y de decir, con la disculpa de mi Rey, que en aquel
momento lo maldije y blasfemé contra Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu
Santo, maldije a la vida misma, a mi familia, a mis amigos, a la Santa Iglesia
pero sobre a todos, maldije a nuestro General Amadeus, que al frente de todos
nosotros, y con la frente en alto, empapada por el húmedo calor que nos
agobiaba siquiera antes de entrar a pelear, blandió su espada a lo alto,
declamando las palabras que nos alentaron a seguir, que hicieron que mis blasfemias
se perdieran en el viento y recuperara la compostura: « Hoy, hermanos míos, hombres y mujeres de valor y virtud, hemos de
demostrar el coraje que nos rige, la determinación de nuestras almas, la fe en
nuestro credo y la lealtad hacía nuestro Rey, y si no lo hacen por su Rey,
háganlo por su Tierra, por su patria y país, y si no han de hacerlo por aquello
que los acogió y dio la oportunidad de vivir, háganlo por sus parejas, hijos,
hijas, hermanos, padre y madre, sabiendo que cuando regresen de esta batalla,
porque hemos de regresar, estarán ahí, esperándoles con los brazos abiertos,
con lágrimas en los ojos, que se iluminaran de tanta alegría y dicha que
incluso ustedes, en ese momento, han de olvidar todo lo aquí vivido, pues nada
más les importara que tener el calor de un hogar, ¡Pero no podremos tenerlo si
dejamos la vida aquí sin cumplir nuestra misión! Todos aquellos que mueran esta
tarde, noche o mañana, quienes dejen su vida y alma en este campo, sabrán que
jamán han de morir, pues su valía y coraje quedará inmortalizado para siempre
en el corazón de aquellos a quienes amaron y les aman, pues el único hombre que
muere, es aquel a quien dejan de recordar. Esta tarde, probaran el filo del
acero De la Cruz, sentirán el fervor de nuestra fe y coraje, pero sobre todo,
entenderán que no actuamos por peticiones de un rey encaprichado con el poder,
sino por el deseo de llevar algo mejor a nuestros hogares, y si he de llenarme
las manos y pies de ampollas, de sangre las vestiduras y heridas el cuerpo, que
así sea, pues jamás hemos de rendirnos, sin importar nada.» Aun cuando mi mente
se nublaba del odio y la ira, esas palabras me provocaron tanto bienestar como
si me hubieran provocado algún tipo de trance. Amadeus siempre se caracterizó
por saber usar las palabras al igual que su espada, pues muchos decían que
podía causar tanto daño con frases como el que hacía al empuñar su arma. Así
pues, cuando sus palabras finalizaron, resonaron en todo el campo, montado en su
majestuoso caballo negro como la noche, con su uniforme igualmente negro,
basado en unas botas, cota de malla cubierta por una pechera con la heráldica
de la Casa de la Cruz, una cruz de plata que ocupaba todo el alto, separando a
dos leones dorados que peleaban con la zarpa en alto, simétricos, dos ríos detrás
de ellos atravesando el escudo en forma apuntado, soportado por dos armaduras
de oro, su corona en cimera, recubierto de guirnaldas y olivos, denotando la
frase «La lealtad os liberará», una espada y lanza con el estandarte cuya
bandera era la misma, dio la espalda a sus tropas, levantó la espada y la bajó,
sonando tras de sí un cuerno de guerra que llamó al combate, lanzando en picado
la primer tropa de un millar de caballos, siendo apoyados desde atrás por 5000
flechas que se elevaron tan alto en el aire que parecían una enorme nube
tapando el sol. Y como si de dos fuerzas imparables tratase, la General María
de la Soledad, lanzó un ataque de aproximadamente 3000 soldados armados con
picas y lanzas, quienes se quedaron inertes, esperando a la estampida que se
aproximaba, y como si el sonido del mundo se hubiera apagado, y la esperanza de
ganar esta guerra se extinguiera, dejé de oír lo que sucedía. Y sin tiempo de
pensar nuevamente en que hacía ahí, escuché como el Coronel Lorenzo Beltrones
nos ordenaba, a otros 1000 soldados, seguirlo, para que cumplir con las órdenes
de nuestro general. Y regresando al mundo real, escuchaba como las flechas
lanzadas caían, clavándose en el pecho de nuestros enemigos quienes caían
muertos, el ruido de los caballos caer abatidos por las picas que atravesaban
su cuerpo, el choque de los escudos de madera y lámina contra el acero de las
espadas, y el grito de dolor de hombres y mujeres quienes dejaban ahí su vida,
por alguno de ambos reyes. Seguí a mis compañeros, a través del campo de flores
rojas, característica que le valió el nombre de Campos Rojos al lugar donde combatíamos,
pero que en unas horas, tendría todo el derecho a portar tal adjetivo. Nos
pusimos en posición, una donde, lamentablemente para mí, podíamos ver todo el
combate con punta de combate, y lo que mis ojos vieron no sé si me llenó de
regocijo o terror; aunque había al menos una centena de caballos muertos,
muchos no llevaban la Cruz. Los caballeros y damas de combate que portaban el
escudo de nuestros reyes, avanzaba ferozmente sobre las tropas defensoras,
quienes trataban de detenerles, sin mucho éxito, como si nuestro ejército
estuviera poseído por algún tipo de fuerza maligna o demonio, mataban sin
piedad alguna. El General Amadeus estaba al otro extremo del campo, observando
todo, ordenando a los tres grupos que se habían quedado con él, que siguieran
disparando flechas, las cuales, muchas caían del lado enemigo gracias a los
arcos largos que llevábamos. Era como observar una de esas viejas pinturas que
reflejaban la toma de alguna ciudad o la batalla de algún punto importante de
la historia, pero ahora éramos nosotros la pintura, siendo nuestra pelea. Un
estrepitoso ruido se escuchó delante de nosotros, y vimos como un grupo de
montados se acercaba a toda velocidad. Nos clavamos con la lanza apuntando
hacía al caballo y pica al jinete. Era difícil mantener ambos, pero con los
años de guerra habíamos obtenido experiencia al hacerlo, y esperamos a que por
su velocidad y a la distancia, les fuera imposible parar. Cuando eso pasó, nos
abalanzamos rápidamente con las espadas en mano, y escudo en la otra, lanzando
estocadas y espadazos a diestra y siniestra, clavando en el pecho del enemigo,
en el cuello o donde pudiéramos dar. El calor nos tenía rendidos y el excesivo
desgaste físico, combinado a una pésima noche de sueño llena de sofocos,
mosquitos y gente quejándose, no ayudó en nada. Cada uno de nosotros debía
matar a tres enemigos para salir victoriosos. Logramos asesinar a unos cuantos
jinetes, pero muchos tenían la seguridad que hasta ahí habríamos de llegar.
Estaban perdiendo la fe de batalla y la garra de combate, cuando el cuerno sonó
otra vez, no indicando retirada o el final de la batalla, pues apenas llevaba
media de hora de comenzada, sino que logré ver como los tres bastiones que
guarecían a nuestro general salían disparados con él comandando. Y como si hubiéramos
visto a Dios regresar a la tierra para ayudar a mortales en sus problemas,
tuvimos fuerzas nuevamente de luchar. Y el combate se prolongó al menos una
hora, hasta que por fin, con poco más de doscientos muertos en nuestro bando,
más de la mitad en el bando contrario y tres centenares de prisioneros, el
Coronel Lorenzo nos hizo saber una cosa que el General les indicó «Si toman
prisioneros, acaben con la mitad de estos, el resto, dejen a 50 tropas al
cuidado si son más de 100 y 20 si son menos. Al finalizar, si vencemos, les
daremos posibilidad de muerte o servicio, sin embargo no quiero barbaridades de
ningún tipo, sólo limítense a matarlos.» Y así, sin ningún tipo de reparo,
matamos ciento cincuenta hombres y mujeres, dejamos a los 50 a cargo y el resto
regresamos a la batalla. Las órdenes eran claras; ataquen desde la retaguardia,
hagan una emboscada, toquen su propio cuerno, si responden dos o más, prosigan,
si no lo hace, vayan directo al centro a ayudarnos a avanzar. Cuando apenas íbamos
a hacer sonar nuestro cuerno, dos sonaron al mismo tiempo, uno tercero se escuchó
a lo lejos y uno cuarto aún más retirado. Nosotros fuimos el quinto, y nos
lanzamos hacía el costado oeste de por dónde estaban los enemigos, y vimos como
un grupo llegaba del noroeste, otro del este y noreste y uno último del norte.
Éramos 5 batallones emboscando y encerrando a un ejército entero, quienes al
verse rodeados, no optaron por otra opción que ir al centro y apoyar la defensa
desde todos los puntos posibles. Nuestras cargas siguieron su curso. Las
flechas enemigas llovían sobre nosotros, matando a quienes tuvieron la mala
suerte de estar en su trayectoria, pero no pudieron pararnos, y seguimos
adelante, hasta llegar al punto donde todos los enemigos seguían luchando, con
el completo desconcierto en sus ojos y sabiendo que habían sido derrotados,
pero su orgullo les impedía reconocerlo y siguieron blandiendo la espada.
Enfrente a todos estaba el General María de la Soledad Torres de Vizconde,
completamente empapada en sudor y sangre, con una mirada fiera que ordenaba
siguieran luchando. Por su parte, el General Amadeus de Arreguín Sheran estaba
completamente bañado en sangre desde sus ropas hasta su cara, cojeaba y parecía
20 años mayor. Otra vez, un cuerno rompió en estallido atronador, pero no en
convocatoria de guerra, sino esta vez lo hizo a dos tiempos y unos minutos después,
todos quienes llevaban prisioneros salieron de entre la tenue oscuridad que
comenzaba a caer, tan profunda pues el cielo no mostraba luna. Poco a poco, las
antorchas comenzaron a ser nuestra única fuente de luz, y nuestro guía en el
sendero. Cuando todos llegaron, lanzaron a los prisioneros al centro de los
suyos, quienes aún blandían las espadas, recibiéndolos con bastante alivio.
Arreguín caminó hacía el frente, donde estaba María. Se paró frente de ella y
la observó. «Te lo dije hace muchos años, que no podrías ganar. Te lo dije y te
lo volveré a repetir; fuiste sólo un peón en este juego de reyes y reinas.
Somos sólo carne de cañón, pero hasta entre nosotros hay clases. »Y clavó su
espada en el vientre de la líder enemiga, quien se desplomó en el suelo.
Ninguno de sus subordinados hizo nada al ver morir a su general. Amadeus, quitó
la espada del vientre y la clavó al suelo.
Muchos años después, el viejo Amadeus me reveló uno de
sus más grandes secretos; se había enamorado perdidamente de aquella General a
quien mató en el campo aquella noche de junio. —Cada año—según me dijo. —El
primero de junio, llevo flores, girasoles y tulipanes, hasta donde la espada
está clavada, reposando por toda la eternidad, como un monumento a la guerra y
al deseo de poder. Pero para mí, es un monumento al amor, a lo que uno está
dispuestos a hacer por él, y a lo que uno hace cuando no lo siente más
habitando en su ser. —